19 mar 2012

El escritor, el músico y el bar

El autor del cuento "La Pierna y el Juego" consiguió la compañia de su hermana para salir a rockear y, justo como queriamos, volvió a su casa de madrugada y cantando. En la era del tributo Federico G. Ferroggiaro encuentra identidad personal en la música de The Kavnaghs.

De tributo y de loco, todo grupo tiene un poco.


-¿Por qué no te invitó al show de Sandra Corizzo? –me preguntó ella indignada, o lo que es peor: con miedo, porque sabía lo que sucedió cuando fuimos a ver Dios salve a la reina y le contaron, quizás exagerando, la crisis casi mística que me atacó en el espectáculo de uno de los buenos imitadores de Joaquín Sabina. De haber ido a ver a Aveimán o a Charly, se hubiera quedado mansa porque no existirían riesgos: ellos componen e interpretan sus propios temas.

-Pero el tributo es un rato nada más. Después presentan su disco. No un disco de covers: un disco de ellos –argumenté para tranquilizarla. El asunto se ponía complejo, espinoso, y como pasa en las democracias vitales, los gremios se sentaron a negociar. Había paridad de fuerzas pero los argumentos se acumulaban a mi favor. Estaban la Internet, el diario, la página web de The Kavanaghs.

De todos modos, por precaución, ella insistió en que fuera acompañado. Quizá quiso decir vigilado porque descartó que mis socios en la aventura fueran el Chacal, un casado indómito, y Pastiche, el único solterón entre mis amigos de la secundaria. La responsabilidad entonces, recayó sobre mi hermana.

Sostiene Unamuno, en el Sentimiento trágico de la vida, página 7 de la gloriosa edición de Porrúa, que “lo que yo no acabo nunca de comprender es que uno quiera ser otro cualquiera. Querer ser otro es querer dejar de ser uno el que es”. Claro, don Miguel, y esa es la transgresión en la que incurren las bandas que pretenden transformarse en otros, sea en Serrat, en Silvio o en Los Enanitos. En determinadas circunstancias, la experiencia atañe peligros indudables. Producto de tal aberración puede desencadenarse, en ciertos espíritus sensibles del público, un efecto de contagio. Así, la chica recatada de Barrio Martin quizá se convierta en una ninfómana y el melenudo que mete agite y quiere empujarse en un pogo, se vuelve un llorón nostálgico. Yo sé que es así, yo lo vi y lo viví en mi propio brazuelo, y por eso, con razón, ella estaba susceptible y desconfiada. Aclaro esto porque en mi munmundito me tienen por realista, y clásico.

Por fortuna existen múltiples maneras de realizar un tributo. Por un lado, la más aséptica, es tocar el tema ajeno incorporándole un sello propio: un solo de guitarra, un coro que irrumpe con el tono cambiado, mucho platillo donde antes hubo redoblante. En el extremo opuesto radica lo verdaderamente atrevido, aquellos que vuelven inestable el equilibrio de las identidades. Son los músicos que se visten con las mismas pilchas que los originales; les copian el peinado, los tics, la forma golosa de adherir la boca a la bocha del micrófono. Estos últimos son los que han generado problemas en los bares locales y también en el interior y en Buenos Aires. En muchos casos, graves.

Desafiando las amenazas, aquella banda de muchachos, que en la cotidianeidad se morfan las eses y cantan “dale, dale ñul” como si fuera el nombre de ese bóvido hipotraguino, el ñu, más una labial final, arrancaron el show dedicando un set a los Rolling. Cantaban en inglés, por supuesto, y los acordes eran reconocibles, sonaban familiares, pero no había una voluntad de ser el otro: eran The Kavanaghs. Suspiramos aliviados, nos relajamos, llevamos el ritmo de “Brown Sugar” y de “I am free” mientras la cerveza nos sedaba. Pero, sobre el final del tributo, hubo un momento de tensión, de nerviosismo durante el cual la mano de mi hermana me sujetó, aprestándose a enfrentar cualquier indicio de metamorfosis. Fue un instante, creo, que se diluyó ligero y sin dejar rastros. Tal vez, apenas y solamente, alcanzó a perturbar a la sexagenaria platinada que, mientras sonaba “Satisfaction”, con los párpados bajos pareció trasportarse en un salto que borraba treinta años, cuando aquella canción que nos amenazaba había sonado desde una casete o desde el vinilo de antaño. La zozobra fue consecuencia de que el bajista, entrando en trance, se vio preso de esas contorsiones que podían ser las de Mick Jagger.

Así como escritores y escribidores nos sacamos fotos con los brolis atrás o nos rascamos el mentón fingiendo meditar cualquier crujido neuronal que nos disparan, el bajista-vocalista (his name is Tiago Galíndez) cumplía sólo con ese agite estereotipado de hombros, cadera e instrumento que demuestra que el rock, y el pop, y la música pila en general, es un millar de hormigas que te mordisquean por dentro las venas y los órganos, por qué no. En fin, se trataba de señas identitarias, las que marcan la pertenencia de un joven a un oficio digno y poco reconocido por la sociedad como es el de rockero.

Todo había pasado. Aplausos. Los músicos se fueron y mi hermana, con la excusa de fumar, salió –lo sé- a llamarla a ella, a dejarla tranquila que ninguna transformación había alterado la velada. Al rato volvieron al escenario, pero no había nubarrones ni huracanes porque iban a presentar el disco, su disco: Love conquers pain y estaban seguros de ser ellos y sabían que no eran malos. Lo entendimos: el famoso tributo no era más que un gancho, una excusa tentadora para atrapar desconfiados. Fueron ellos, disfrutaron tocando, y nosotros, mi hermana y yo, también fuimos lo que somos, y disfrutamos bebiendo y conversando, recordando a los abuelos que no están, la ciudad que ya no es, las travesuras que hicimos, los novios que ella ya no tiene, los sueños que vamos postergando, un repaso rápido y caprichoso al tiempo compartido entre personas que llevan juntas más de treinta años.

Yo salgo poco. Soy un “señor” casado, con hijos y una abultada columna de responsabilidades. No me quejo, al contrario: esos condicionamientos vuelven más apasionantes e intensas cada una de mis licencias y escapadas. Así que me alegra contar que, a las dos o tres de la madrugada, volví del brazo, con mi hermana, coreando el estribillo de una canción que recién descubríamos, “Come on (Before the wind)” de The Kavanaghs:

Maybe both. Maybe you.
Maybe I am not ok.
And I know and you know.
That we won´t complain about it.


Federico G. Ferroggiaro (Rosario 1976) publicó el libro de cuentos “Cuentos que soñaron con tapas” en 2011 por editorial “El Ombú Bonsái”, y anteriormente había obtenido el segundo premio en el Concurso Literario “Ciudad de Rosario” 2008, categoría Relato de Ficción, por su libro “El Pintor de Delirios”. Además de publicar en blogs y sitios literarios aparece en la reciente publicación Rosario: Ficciones para una nueva narrativa que reúne cuentos de Agustín Alzari (1979), (1976), El niño C (1981), Francisco Pavanetto, Natalia Massei (1979), Matías Piccolo (1974) y Sebastián Bier (1975), antologada editada por Carolina Rolle,

The kavanaghs es una banda rosarina que encuentra en el power pop con influencias del rock ingles y Americano desde los años 60 hasta la actualidad el material que inspira sus canciones. Con las materias Beatles y Stones bien estudiadas el grupo de Tiago Galíndez sigue mostrando su afianzamiento disco a disco.



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